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Fotografía

Estas fotografías, desde la perspectiva de la documentación poética, hacen parte del proyecto Esa luz desde la rivera (anclado a la antropología del arte). Constituyen un tríptico de una mirada que indaga por el pasado y el presente de mis memorias personales. En este lugar, y junto a estas personas, aconteció parte de mi vida; mis preguntas alumbraron lo que decía Simone Weil: "La atención es la forma más pura y rara de generosidad".
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Sombras de árboles en la pared

Videos

Brotó y se ocultó la aurora y Habitar, unir con el corazón, son dos propuestas de video experimental que hacen parte del proyecto Esa luz desde la rivera. Con ellos exploro lo simbólico, lo onírico, las gramáticas y las coreografías del cuerpo como soporte expresivo y lugar de enunciación. Lo que me ocupa son las tensiones materiales que se cruzan en las acciones colectivas de invasiones de terrenos baldíos para solucionar problemas de habitabilidad y, de forma específica-contextual, la conexión que existe entre la acción y la marginación sociopolítica. En este intersección juega un papel preponderante las nuevas formas del poder biopolítico y las metáforas simbólico-comunitarias que performan el espacio, las ruinas, los no-lugares y los símbolos patrios.
 

Pd. Mientras realizaba este proyecto de investigación creación, en las zonas aledañas a lo que fuera La Rivera, se llevaba a cabo un nuevo proceso de invasión: alrededor de 300 familias habían construido de formas rudimentarias y simples sus "casuchas". Esta práctica ha sido un lugar común en la historia colombiana, sobre todo a partir de los años 70 con la agudización de la violencia, la expropiación de la tierra por parte de fuerzas del Estado, las acciones de los grandes terratenientes y de los grupos al margen de la ley, provocó diversos fenómenos de desplazamiento forzado y una larga problemática en torno a la posesión de la tierra y la ausencia de una reforma agraria.

Este fenómeno se repite, no sólo en Colombia, sino en el contexto latinoamericano en el que se siguen reproduciendo múltiples brechas sociales, políticas, económicas y epistémicas. 

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paisajes sonoros y narrativas

Paisajes sonoros y narrativas

Procedencia, Zoe y Orgánico son tres paisajes sonoros que hacen parte del proyecto Esa luz desde la rivera. Estos se complementan con la entrevista a Don Ramiro (narración de la invasión), quien nos habla del origen de un barrio de invasión, y con tres poéticas textuales que intervienen en los paisajes sonoros. En esta parte del proyecto construyo unas narrativas que tejen una historia personal y comunitaria de un grupo de familias "destechadas" que invaden/habitan, como gesto político, un terreno baldío que limita con el antiguo centro de sacrificio municipal (matadero) en los años 90s. Esta acción coordinada fue el origen del barrio La Rivera, en Quimbaya, Quindío, Colombia.
El barrio ya no "existe", las familias que allí habitaban fueron reubicadas años después del terremoto de enero de 1999 en el departamento del Quindío.
Estas narrativas se constituyen como un símbolo subjetivo que se conecta con la memoria colectiva: algunos vecinos todavía viven allí, en los últimos meses han sucedido nuevas invasiones cercanas al barrio donde crecí, el río sigue su curso como un mantra en movimiento, las estructuras del matadero municipal conservan una energía liminal que me hablan del sacrificio y de las formas de subsistencia, las ruinas de la escuela me recuerdan nuestra niñez precaria. Allí todo conserva una latencia profunda, como cuando le confiamos nuestra zozobra y esperanza a una bandera de Colombia, pues a sus colores asimos el corazón palpitante de una comunidad indemne. 

Humus: el origen

Siempre he tenido dificultades con la palabra humano, con esa atribución de cualidades especiales a lo que aparentemente somos y que merece ser cultivado. Me siento más cómodo cuando pienso en lo humano, en su etimología, en el humus, la tierra, la procedencia. Ese origen es general y nos mancomuna como la muerte. Si provenimos de la tierra, lo privativo del territorio se expande y no habría necesidad de pensar en la propiedad para sentirse parte, dueño de algo, no echaríamos raíces, sino que seríamos rizomas que se ensanchan y se pliegan en el espacio compartido. Alucino con estas ideas cuando paso por el corazón mis memorias fragmentadas; una tercera parte de mi vida habitó un lugar que vi nacer y morir, hecho que marca mi propia historia con la de otros seres a los cuales veo cuadro a cuadro en mi película, pero que en sus medidas posibles también son ficción: todo relato no es absolutamente verdadero. ¿Qué de mis recuerdos es real? ¿Todo dolor o felicidad tiene su dosis de ficción? Mis memorias toman otro tono cuando las pongo en tensión con diversas experiencias, aquellas que vieron, a su manera, el origen y el ocaso de una comunidad.

¿Cómo llegamos allí? Es un origen extraño marcado por la necesidad colectiva, el azar, las formas en las que la precariedad nos vincula y la dimensión politiquera de las intrigas e intereses sobre la propiedad y el rebaño. Llegamos allí por la acción colectiva de invadir un terreno. Los nadie que reproduce la desigualdad por doquier ocuparon el terreno, los nadie levantaron sus casas con unas cuantas guaduas y plásticos y metieron allí sus corotos y sus vidas. Los nadie comenzaron a tener nombre, biografía y lugares de procedencia; entre ellos, entre los nadie, se contaron sus penas a la luz de las velas, arropados con lo zozobra nocturna de estar a la defensa de la respuesta policial.

A mi abuela, doña Soledad, que fue inhumada hace varios años, le tocaron a la puerta en la madrugada para decirle que se iba a invadir un terreno, que era su única posibilidad de tener un lugar propio donde meter la cabeza. No hay lugar que no se asiente sobre la tierra y no hay propiedad que no limite con fronteras lo que es de alguien y no es mío. Mis abuelos atendieron el llamado y en familia nos posicionamos sobre el lugar. Yo era un niño que le temía a su madre porque escasamente la veía, ella tenía que trabajar y éramos casi fantasmas en un mismo cuarto de una casa en arriendo. La Rivera, así fue llamado el barrio años después de su invasión, pero era conocido por los nadie y por los alguien como el matadero. Por proximidad, el lugar de nuestra invasión tomó ese nombre, quedaba enseguida del centro de sacrificio municipal de animales: reses y cerdos eran sacrificados todos los días, salvo los domingos: el séptimo día los matarifes y la industria para la que laboraban, descansaban.

Un barrio de invasión se construye con las sobras, pedazos, remiendos y en medio de la escasez, hecho que junta a la mayoría de los que realizan la acción coordinada de apropiarse de un terreno. Otros, como sale a luz después, llegan, construyen y venden. Otros tantos organizan una humareda, todo estalla, agitan, politizan y luego reclaman su botín. Lo que sí es seguro, en medio de ese nacimiento, es que lo produce las ausencias y violencias materiales y simbólicas, la marginación en sus múltiples sentidos.

El caso es que allí crecí, allí ayudé a construir la casa que mis abuelos nos pudieron ofrecer, una casa de bareque de dos pisos, ya no las endebles guaduas con un plástico para guarecernos de la lluvia. Era en realidad una casa firme: paredes empañetadas con mierda de caballo y tierra en medio de esterilla; vigas y columnas de guadua hechas con pericia y de manera intuitiva entre vecinos; techos de zinc para escuchar el concierto de los aguaceros y las piedras de los juegos infantiles y las molestias domiciliarias, cielorrasos humildes construidos con pedazos de madera. Construcciones de cartón y de guadua florecieron y fuimos un pequeño jardín de casas pequeñas y familias numerosas. Creció la vida, los lazos y los conflictos. Fuimos un barrio con río, caminos veredales, trincheras y con escuela (una que nos quedaba al abrir la puerta de nuestras casas antisísmicas). Los niños y niñas crecimos teniendo espacio, muchos espacios, con tiempos para jugar. Pero no nos quedamos en edades libres y el crecer le va dando forma a la vida y la vida puede doler de maneras arteras. Tal vez ese era el correlato que nos acercaba al matadero, éramos niños y presenciábamos la cadena de producción del sacrificio: a ciertas vidas marginadas se les limita sus posibilidades para florecer.

Todo origen trae consigo sus muertes. Fui partícipe del nacimiento de mi barrio; mi niñez y adolescencia (en la que llegué a sentir vergüenza por ser pobre) están amarradas a un lugar y a personas que ya no existen, que se fueron o no me recuerdan. Después del terremoto del 99 el barrio comenzó a desaparecer, las casas fueron derribadas para ser reubicadas en otras zonas. La casa de mi abuela fue de las últimas que se tumbaron. Los vecinos se fueron yendo y nos fuimos quedando solos. Echar abajo lo que construiste es como llevar una pena a cuestas por muchos años. En esas ruinas también estaba mi historia, una que se construyó con otras personas, lugares, formas de habitar y de ser. Yo también hago parte de esas otras vidas anónimas, estén donde estén.

El tiempo ha fluido, invadimos un terreno hace muchos años y la tierra que nos humanizó sigue en aquel lugar como un fragmento de todo lo que existe.            

Formas de llamar a la muerte 

Voltear, sacrificar, poner a dormir, matar, faenar…

Bovinos, reses, ganado, vacas, toros, becerros; cerdos, marranos, cochinos…

Tuste, vistas, guacharaco, guargüero, aorta, buche, cuadril, chocosuela, canillas, desperdicios, callo, tripas, sangre, claros, pezuñas, patas, cachos…

 

Nota: "No hay documentos oficiales en el archivo municipal que reconozcan la invasión de los terrenos ubicados cerca al Matadero, y que dieron como resultado la fundación del barrio La Rivera, busque apoyo en personas u otras dependencias con el ánimo de conseguir algún tipo hay información que le sea de utilidad…" (Respuesta de la oficina de archivo municipal de Quimbaya a la solicitud de información sobre el reconocimiento de la invasión que dio origen al barrio La Rivera).

Posdata: La visión oficial sobre un barrio de invasión es paralela a la de un matadero: hay vidas marginalizadas que parece que no valen mucho la pena. Pero ese olvido histórico importa un recuerdo: El animal, somos animales: la muerte nos congrega, acoge, mancomuna. “Ante la muerte cualquier yo es despojado de su poder”.

Lo que habitamos 

Respirar

El viento se pasa por mi cara,

indemne

Bocanada

La memoria es un tejido común,

estar ahí

El río

Quedó,

después de todo,

atemporal, entre sus cauces…

 

Leerme

leerte

leernos

hallazgos:

 

Raíz: parte de una cosa, de la cual, quedando oculta, procede lo que está manifiesto

Orgánico: qué está con disposición o aptitud para vivir

Tierra: planeta que habitamos

 

No hemos invadido, ni ellas, ni nosotrxs,

Estamos

Entre mugidos y palabras

Viviendo y muriendo

Muriendo y viviendo

 

Allende,

El cuerpo de agua, sigue fluyendo…

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Simone Weil afirmó que la atención es la forma más pura y rara de generosidad; comprendí esta generosidad y la nobleza al volver a reencontrarme con los vecinos de mi infancia y adolescencia. Este proyecto de investigación creación en antropología del arte habla de ellxs, de mi historia y de indagaciones que atraviesan las fragilidades de la memoria. Todo este proceso tuvo otro sentir gracias a las pocas personas que aún viven en el antiguo barrio La Rivera, personas que parecen atemporales y que me abrieron las puertas de sus casas y sus vidas para reconstruir conmigo una memoria subjetiva y comunitaria; toda mi gratitud con Marina, Mélida, Chucho, Nancy, Patricia, Ramiro y las demás historias que se cruzan aquí, física y metafóricamente conmigo. 

 

El trabajo se consolidó por la creencia en los procesos colectivos y colaborativos, amigxs y artistas quisieron participar acompañándome en esta itinerancia: Alejandra Adarve, Jhoan Ospina, Manuela Muriel, Danilo Bocanegra, Juanita Ayala, Martha Londoño, Adrian Henao, Esteban Quintero, para ellxs mi abrazo cerrado y furioso. Decía Fukuoka que toda revolución comienza con una brizna de paja; esta es también una insumisión, confío en estas revoluciones y agencias que nos pueden encontrar, conmover, movilizar.

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